Compañeras/os uno de los integrantes del movimiento Sidra Pan Dulce y alpargatas es (por siempre) un murguero (yo) que supo (sabe) gastar zapatillas bailando una danza bien peronista y popular.
Dado que los integrantes de este colectivo andan escasos de ideas para escribir, hemos decidido (léase "he decidido") compartir con ustedes un hermoso cuento de Pedro Orgambide. Su titulo: La Murga.
Acepten el disfrute de leerlo.
LA MURGA
El estandarte bamboleaba, rítmicamente, su calavera. Al compás del bombo, los indios avanzaban hacia la ciudad, en rápidas, elásticas contorsiones, mientras el director, con su lanza -un palo de escoba con asta de lata- señalaba a lo lejos, el resplandor de la fiesta. Su mujer, con un chico en los brazos y una pulsera de hueso en el tobillo izquierdo, se balanceaba, obscena, ante la mirada divertida de los parroquianos en un bar que, a su paso, le tiraron maníes y le gritaron mona. Eso fue el comienzo de las incidencias ( o el pretexto, quizá ) del malentendido.Los indios, humillados por la insolencia de los gringos- casi todos eran gallegos y portugueses afincados a un costado del riachuelo- entraron en el bar “ buenos aires ” a pedir explicaciones. Pudo ser el aspecto feroz de los visitantes (es probable) la falta de un lenguaje común, lo que torno confusas las acciones- como dijo después un comentarista de fútbol. Lo cierto es que el patrón del establecimiento, un tal Garay, ordeno a sus mozos atrincherarse detrás del mostrador. Entretanto los indios se ubicaron en las mesas, golpeteando con sus manos, palos y sonajas, pidiendo vino a gritos, exigiendo justicia. Garay llamo a uno de sus mozos y le ordeno que se comunicara con la comandancia, pero cuando fue hacia el teléfono, un botellazo lo disuadió. Los españoles al ver caer su primera víctima, respondieron al ataque y alguien nombro a castilla en medio del tumulto. Impasible, Gardel sonreía desde el almanaque. Quiso la mala suerte que alguien actuara de mediador invocando al dios de los cristianos. Un flaco vendedor de biblias conocido en el barrio por sus delirios místicos y su tendencia a la misericordia, oraba entre los sitiados y los invasores, reiteraba la frase del Mesías, aquello de amaos los unos a los otros. Silbo en el aire una boleadora pampa y el místico cayó, con el cráneo partido. “bestias sin dios”, gimió Garay detrás del mostrador. Su lugarteniente, su socio, su primo, fue hasta la caja registradora para evitar el robo. Otro, con el extinguidor en la mano, se abalanzo, decidido, hacia las llamas.
Borrachos, cansados, victoriosos los indios continuaron su marcha. El incendio ya era memoria y, cuando subieron la loma del Parque Lezama, algunos se tumbaron, panza arriba, los ojos fijos en la cruz del sur. La frescura de la noche, el olor tibio de las plantas, la cercanía del rió, todo hizo posible el acoplamiento de los cuerpos. Nadie reparo en esa mujer blanca ( la habían arrastrado de los cabellos al salir del almacén ) que ahora se tiznaba y ahumaba cuerpo en un voluntario acatamiento a la ley de la tribu. Tampoco ella recordaba otra cosa que no fueran esas manos oscuras y esos dientes muy blancos del hombre que la tomo en la loma. Siguieron, pues, la marcha, aliviados de penas y remordimientos. La mujer del director ( algunos la llamaban madre ) repartía matracas y cornetas entre los chicos; atrás iban los viejos, la chusma que imitaba, sin fuerzas, la danza de los jóvenes. A los saltos, como quien doma un potro, los guerreros bailaban al compás de los bombos. Entraron en San Telmo.
Los recibió un balde de agua, un improperio, varias pedradas, un viejo con peluca que disculpándose, les dijo que los había confundido con otra comparsa, la de los ingleses, que venían metiendo bochinche desde el rió. “ con ustedes no es la cosa –dijo- somos todos hermanos”. Hablaba bien el viejo, tanto que ellos sintieron una especie de dicha, algo parecido al respeto por sus pilchas mugrientas. Contentos, locos de gusto, esperaron la entrada de la comparsa enemiga, lujosa de banderas, de uniformes colorados, charreteras y fanfarria. Los que vieron aquello dicen que las mujeres y los chicos tiraban agua desde las azoteas. Los exagerados, los fanáticos, aseguran que vieron caer aceite hirviendo. De todos modos, se peleo lindo en San Telmo durante horas y horas; la comparsa de un lado, la murga del otro.
Esos eran carnavales, no los de ahora. El director ( lo llamaban jefe ) llevo a los suyos mas allá de Palermo. Y allí siguió la fiesta, pero ahora con cantos, vino, mujeres, carne, todo a lo grande, a lo criollo. Se bailo mucho, entre asadores humeantes, mientras los chicos jugaban a la pelota con las vejigas hinchadas de aire que traían de los mataderos. Algún cajetilla ( nunca faltan críticos cuando un pobre se divierte ) frunció el ceño ante el espectáculo. “paciencia –dijo el jefe- el se la busco”. En broma, como quien no quiere la cosa, le bajaron los pantalones y le escupieron allá donde usted sabe, y lo patearon un buen rato y lo dejaron tumbado en una zanja, por marica y jetón. El baile siguió y, según dicen, los tambores se oyeron en toda la ciudad.
Ellos querían llegar a la avenida de mayo, pero tuvieron que demorarse en flores, en coros vecinales, en competencias sin ninguna importancia. Así vieron pasar las carrozas virreinales, los cabriol, los landó, los humildes coches de plaza, las ruedas tapadas de serpentinas. Por juego o por ofensa, alguien los provocaba tirándoles papel picado cuando abrían la boca, restregándoles un plumero en la cara. Las murgas iban perdiendo prestigio y las comparsas ganaban el favor de la gente decente.De todos modos, ellos le daban al bombo y seguían bailando. Unas monedas tiradas con desgano fue la paga que recibieron por su danza, a la que tuvieron que acompañar, para darle el gusto a los clientes, con versos zafados y gestos procaces.
Sin embargo, el estandarte de la calavera continuaba inspirando miedo a los mirones; un miedo inconfesado en tanta mascarita feliz, llena de tules, perfumada con el éter del pomo. Miedo si, aunque todos se rieran de los indios, que seguían domando, en la calle, un potro invisible.
Entretanto, Garay, sobreviviente del incendio del riachuelo, informaba a la policía sobre aquel desdichado suceso, y una patrulla se lanzaba sobre el Parque Lezama con bombas lacrimógenas, palos y perros. Fue una búsqueda infructuosa, una operación inútil. No obstante, los perros olfatearon el rastro que los llevaba hasta San Telmo. Allí, el subcomisario, hizo una inspección ocular y tomo declaración a un anciano que converso una descripción prolija del encuentro con los ingleses. En la comisaría, entre unas prostitutas borrachas y un formal reducidor de oro, el viejo contó otra vez la hazaña de la murga. Un joven oficial advirtió ciertas contradicciones, ciertos anacronismos en la declaración del viejo. Quedo incomunicado, mientras gritaba su verdad y pedía una manta para cubrir su cuerpo. Sin domicilio ni oficio conocido ( mas tarde se supo que había escapado del manicomio de Vieytes ) el viejo juraba por dios que no mentía, que tenia doscientos años, que todo lo dicho lo había visto con sus propios ojos. A la mañana murió; de frío, seguramente.
Poco mas tarde, se presento en la comisaría un ingles alto y bien vestido, representante de la comparsa. Pidió garantías para su gente y dijo algo acerca de daños y perjuicios y menciono a la reina. El sargento dedujo que se trataba de la reina del carnaval y comento a un subordinado: “el gringo esta en pedo”. Sin embargo, acompaño al representante hasta la puerta, y cuando el otro traspuso el umbral, le hizo la venia, “...por lo que putas pudiera...”, medito.
Esa noche la murga avanzo, cautelosa, hacia el centro. Pero el jefe advirtió un sospechoso movimiento de carros de asalto ( disimulados con serpentinas, guirnaldas y mascaras ) y prefirió explorar un terreno conocido, menos hostil. Ordeno entonces dirigirse al Parque Retiro, por las calles del Bajo, y evitar, en lo posible, todo contacto con las suntuosas comparsas de la Plaza San Martín. Por su parte, la Madre repartía golosinas a los chicos de las villas de emergencia, que se sumaron gozosos, a la Murga. Los Indios entraron al parque haciendo sonar sus latas y sus palos, enarbolando su estandarte sobre los conscriptos, las sirvientas en su día de franco, los provincianos que bajaron de los hoteles de Alem, algunos en camiseta con la toalla sobre el hombro, a medio afeitar, otros vestidos de azul, como para casarse, con el pañuelo volcado sobre el bolsillo superior del saco; todos amigos, siguiendo las cabriolas de la murga. Ahí nacieron los cantos que mas tarde escucharía la ciudad, la jubilosa marcha que coreaban los viejos y los chicos con idéntica unción. Todos subieron a la montaña rusa, en carros que chirriaban cargados de gente, y jubilo, y gritos e insolencia. En lo alto, el jefe enarbolo su lanza, señalo la ciudad, todavía extranjera para el, vio, adivino el futuro de esas calles que había recorrido con la murga.
Los perros le seguían el rastro. Ladraron, en Palermo, a las sombras de sus hombres, mordisquearon los restos del festín. Los oficiales, acompañados de algunos civiles –Garay, el ingles y otros damnificados- revolvían en la basura. Una encontró la pulsera de hueso de la madre, el gallego una peineta que había pertenecido a su mujer, y que el beso llorando, entre tanta inmundicia. Alguien afirmo que habían tirado a un hombre en una zanja, otro dijo que rompieron faroles y que orinaron en un monumento publico, una mujer cuchicheo en la oreja del mas joven de los policías y este anoto “acciones incalificables, malos tratos” mientras se ruborizaba. La noche, mas allá de Plaza Italia ( entre la estatua de Garibaldi y el puente de Fierro de Pacifico ) olía a cerveza, a mujer, a chamamé, a amueblada, a sudor, a manoseados billetes, a pizza, a mingitorio, un perfume procaz que el olfato de los perros aspiraba en busca del rastro de los Indios.
Ladrando, babeando de sed, los perros se internaron en el bosque. Atrás, las linternas de los policías, como luciérnagas, parpadeaban entre los árboles. Garay, armado de una espada (quizá fuera un cuchillo de almacén, era difícil distinguir en la oscuridad ), clamaba contra las bestias sin dios. El ingles, exaltado y probablemente borracho, injuriaba en su idioma a los hijos del país, a los salvajes que lo habían humillado. Con sus binoculares sobre el pecho, juro reconquistar la ciudad, doblegar el orgullo de los nativos. La luna, roja como una sangrienta premonición, apareció arriba del puente con el silbato de una locomotora.
La madre, con los brazos en alto, la luna en el medio, pontificaba sobre una mesa de fierro, rodeada de su gente, de viejitas que le besaban las manos y le pedían cosas, milagros casi, que ella repartía generosamente. ( pero quizá esa es la imagen de otra, noche, no de aquella en el parque retiro ) los indios, con la boca llena de pochoclo y manzanas asadas, subieron a los juegos. Querían llevarse los autitos. El jefe, desde el látigo, les ordeno prudencia. Las mujeres, con los vestidos levantados hasta la cintura, daban vueltas allá arriba, en los aviones. Entro la murga en el salón de los espejos y los gordos se vieron flacos y los pobres se despertaron ricos, y de esa confusión, de esa ilusoria beatitud, el jefe saco una esperanza, proyecto su fe, la contagio a los suyos. La murga se adueño entonces de los rifles de los kioscos; los tiro al blanco quedaron despoblados, empobrecidos en mitad de la fiesta. Se formaron grupos de defensa, se temió por la propiedad privada, por los excesos de una turba que bailaba bajo la calavera y que ahora, ebria de confianza, se lanzaba al asalto de la ciudad.
“ Hay que levantar los puentes”, ordeno el comisario. Garay, como de piedra, frente a la casa rosada señalo con el cuchillo aquello que, al principio pareció un sueño. Los indios refrescaban sus pies en las fuentes de la plaza, pedían a su jefe, que en el tumulto había desaparecido y, según decían, estaba prisionero. Con horror, Garay recordó a Gardel, sonriente y compadrito, en el almanaque. Ahora estaba allí, en el balcón de la plaza, con los brazos en alto. De vergüenza, de miedo, cerro los ojos. Vio (dos veces vio su muerte ), como incendiaban el boliche y salían con las antorchas, ofendiendo a su Dios. El vendedor de biblias, arrodillado frente a la catedral ( o quizás todavía estaba allí, en el almacén rezando entre los botellazos ), se desplomo de una pedrada. Alguien dijo que estaban quemando la bandera.
Como en toda historia, como en toda vida, los datos son imprecisos. Según dicen, la madre murió misteriosamente al ver amenazada la suerte de sus hijos. Estos levantaron altares en las plazas, rezaron durante horas, velaron su cadáver bajo la lluvia que apagaba los últimos fuegos de esa noche. Según otros, tal devoción fue una herejía, un acto de barbarie. Dicen que al terminar el carnaval quemaban muñecos de paja vestidos de cura. Pero bien puede ser esta una calumnia de la señorita del Corso de San José de Flores, un infundió de las mascaras de la plaza San Martín, que bajaron hasta el parque de retiro montadas en los carros de asalto de la policía. Es difícil saber a que hora llegaron los perros allí, en que preciso instante la pesadilla se transformo en historia. Se asegura que alguien robó el cuerpo embalsamado de La Madre y lo arrojo al río; otros lo niegan o callan por ese pudor que despiertan los muertos. Lo cierto es que cuando comenzaron los disparos, cuando se oyó el crepitar de las ametralladoras y el estallido de las bombas, la murga bailo con mas fuerza que nunca, con una energía multiplicada por la sangre y el pánico; bailo, mientras caían, uno a uno, sus hombres, felices y fanáticos bajo el estandarte de la calavera; al compás del bombo los Indios danzaban, con rápidas y elásticas contorsiones, mientras el Jefe, con su lanza –un palo de escoba con asta de lata- señalaba, a lo lejos, el resplandor de la fiesta.